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La situación actual de la vivienda en España es simplemente vergonzosa. Por primera vez desde que existen registros oficiales, el precio medio del metro cuadrado de la vivienda protegida supera los 1.170 euros en todo el país. Y lo más escandaloso: en once provincias, este tipo de vivienda supuestamente accesible es más cara incluso que la vivienda libre. ¿Qué sentido tiene hablar de “vivienda protegida” si cuesta más que el mercado? La respuesta es clara: ninguno. Lo que estamos viendo no es un fallo puntual, sino el resultado de un sistema deliberadamente diseñado para beneficiar a unos pocos a costa de las familias trabajadoras.
La responsabilidad recae de lleno sobre los hombros de las administraciones públicas. Gobierno central, comunidades autónomas y ayuntamientos compiten entre ellos para ver quién impone más trabas, más impuestos, más papeleo inútil y más desidia política, por no hablar de funcionarios y arquitectos de administraciones ponuiendo trabas, problemas y más dificultades al suelo. Lejos de facilitar el acceso a la vivienda, lo entorpecen a cada paso. Promover, construir o comprar una vivienda en España se ha convertido en un auténtico calvario burocrático. Licencias que tardan años en concederse, normativas urbanísticas absurdamente complejas, trámites duplicados entre distintas administraciones, tasas encadenadas y fiscalidad desproporcionada. ¿Cómo va a haber vivienda asequible si la administración cobra un peaje asfixiante a cada paso del proceso?
Las comunidades autónomas, que tienen las competencias directas en vivienda, han convertido los planes de vivienda protegida en un negocio disfrazado. En lugar de proteger a los ciudadanos, protegen intereses empresariales, cooperativas poco transparentes y promotores que saben moverse entre los despachos, y que normalmente son d ela cuerda o partido político que gobierna. Es una vivienda “protegida” solo en el nombre, porque en la práctica ni es asequible ni está dirigida a quienes más la necesitan. Las familias jóvenes, los trabajadores, los autónomos, los jubilados con pensiones justas, todos ellos quedan fuera del sistema. ¿Por qué? Porque no pueden hacer frente ni a los precios inflados, ni a la presión fiscal que el propio Estado impone sobre algo tan básico como un hogar.
Los ayuntamientos, por su parte, han dejado de usar el suelo público para lo que realmente importa: construir vivienda social y asequible. Prefieren cederlo a operaciones especulativas o a proyectos con apariencia pública que terminan costando más de 250.000 o 300.000 euros por vivienda. En paralelo, endurecen ordenanzas, suben impuestos de urbanismo, crean nuevas tasas o exigen estudios técnicos innecesarios solo para justificar su propia ineficacia. En vez de ser parte de la solución, se convierten en un obstáculo más.
En Torrox por ejemplo, que aun hay suelo urbano disponible, no se planifican zonas paa vivienda plurifamiliar, todo es para vivienda turistica o encaminada a segunda vivienda. Un error, y tenemos muchos ejemplos de esos errores en los municipios que nos rodean, Nerja, Frigiliana o Torre del Mar.
Y mientras tanto, el ciudadano medio se ahoga. La clase trabajadora ve cómo se encarecen todos los elementos que rodean a la vivienda: desde el coste del suelo hasta los materiales de construcción, muchos de ellos gravados con IVA del 21%, pasando por los gastos notariales, registrales y municipales. Comprar o construir una vivienda implica pagar impuestos en cada paso: ITP, AJD, IVA, plusvalía municipal, licencias urbanísticas, tasas de obra, contribuciones especiales… una sangría fiscal que hace imposible cualquier intento real de acceso.
La vivienda protegida debería ser una herramienta al servicio del bien común. Pero en España se ha transformado en un instrumento más para recaudar, para castigar al pequeño promotor, para desincentivar la iniciativa privada de quien quiere construir o rehabilitar. Y lo más grave es que las propias instituciones que deberían velar por el acceso a la vivienda digna son las que están alimentando esta perversión del sistema.
Hoy, la vivienda protegida no protege a nadie. Ni a los jóvenes, ni a las familias, ni a los trabajadores. Solo protege la incapacidad, el cortoplacismo y la voracidad recaudatoria de un modelo público agotado, ineficaz y profundamente desconectado de la realidad.